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domingo, 9 de enero de 2011

Las cosas llegan cuando tienen que llegar.

Conoces a alguien, alguien que crees perfecto para ti. Poco a poco te vas dando cuenta de que esa persona no era como creías, y te está haciendo daño. Te abre una herida y se queda a tu lado, evitando que la herida se cierre, echando alcohol para que te escueza. Más adelante te das cuenta de que la herida se va haciendo cada vez más grande y que ese dolor es insoportable, y decides alejarte de esa persona, pero no puedes. Prefieres que te siga doliendo, porque eso significa que estás vivo, y vuelves a su lado. Llega un día en que esa herida es enorme y que ese alcohol te está matando. Te das cuenta de que estás muerto en vida. Entonces, y esta vez de verdad, te alejas de esa persona y de ese alcohol. Te marchas, para no volver. Crees que todo está perdido y te marchas a morir solo y tranquilo. Crees que tus días están contados, y de repente, en el último momento, aparece alguien. Aparece alguien dispuesto a curar esas heridas con su propia saliva. Aparece alguien dispuesto a salvarte de ese abismo. Una especie de ángel de la guarda, y te salva. Consigue cicatrizar esa herida, te devuelve tu sonrisa, te devuelve tu espíritu. Todo cambia. Encuentras la luz en un mundo de oscuridad. Encuentras la calma después de tanta tempestad. Y es cuando te pasa esto, cuando te das cuenta de que las cosas no se buscan, las cosas llegan cuando tienen que llegar.
(MP)



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